Acudimos a despedir a la hija que se marcha después de pasar
la Semana Santa con nosotros y nos quedamos en el andén de la estación hasta
que arranca el autocar y la vemos desaparecer, aunque ya le hemos dado los
besos y abrazos pertinentes antes de que subiera la escalerilla y desapareciera
de nuestra vista.
Ahora los cristales de los autocares son oscuros y ni
siquiera sabemos dónde se ha sentado la hija y no sabemos si nos mira o se ha
concentrado en el móvil o está distraída conversando con el compañero de
asiento que le ha tocado en suerte. Nosotros seguimos ahí, de pie,
estoicamente, sonriendo a la sombra de nuestra hija, a su presunta atención,
mientras el chofer apura minuciosamente sus últimos preparativos, ajusta el
sillón, se acerca el volante, arranca, hace retroceder el vehículo para encarar
la salida. Ni siquiera sabemos en qué lado está sentada la hija, si en el izquierdo
o en el derecho, pero agitamos la mano, con menos convicción yo que Verónica,
más coartado por mi sentido del ridículo. Miro a mi alrededor y hay quien hace
lo mismo que nosotros. No estamos solos. Nunca estamos solos del todo en este
reino.
No hace mucho, unas horas apenas, hicimos algo parecido,
esbozamos otro ritual en el aire de la puerta de casa, cuando otro de los hijos
partió conduciendo su coche con su pareja sentada en el asiento de copilota. Los
habíamos besado y abrazado varias veces, sin contar las veces que los abrazábamos,
sin considerar que los despedíamos compulsivamente. Ellos se dejaron hacer. Ahora
concentran su atención cada cual en lo suyo, en el volante, en retroceder con
el coche, en elegir la música, en comprobar si el perro está bien sujeto atrás,
en acomodarse para el largo viaje, mientras nosotros seguimos de pie, de
espaldas a nuestra puerta, sonriendo como tontos, o como padres que se
despiden, que quizá sea una expresión más digna. Y luego, cuando empiezan a
alejarse, cuando están a punto de desaparecer de la vista, agitamos también la
mano, con ese gesto consolador que borra por unos instantes el vacío que
empieza a generarse, la ausencia que inicia su cuenta atrás, la distancia que
se acrecienta kilómetro a kilómetro.
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