Cada vez estoy más convencido de que, cuando un número significativo de personas se concentran en un punto, generan pliegues en la relación espacio tiempo. Anoche, a las once, reinaba un silencio
vibrante en el ambiente. Cuando Miguel G. Tornero conducía su Nissan por el
camino de las barbacoas con rumbo al Cuco, el aire estaba como imantado. Podías
percibir en la piel su ondulación. Había luces de coches que iban y venían por
ese camino habitualmente tan poco transitado. Había sombras de coches estacionados
en los bancales. Una parte importante del mundo estaba pendiente de lo que
ocurría en el cielo del este, en la luna, empañada por la interposición de la
tierra, y en marte a su lado, a unos quince centímetros abajo a la derecha. El
cielo mostraba esa rareza de los cielos de otros planetas que salen en las
películas futuristas. Había algo que no cuadraba con nuestra normalidad, siendo
sin embargo hermoso. Miguel descorrió la parte metálica de la techumbre del
coche, dejando solo una cúpula transparente que permitía apreciar las estrellas,
aunque muy diluidas por la contaminación lumínica. Pero salimos afuera y nos
quedamos junto al vehículo y, al apagar las luces, el firmamento entero se nos
ofreció casi diáfano. Solo nubes como tules rasgados que velaban el noroeste.
Cerca de nosotros había dos parejas jóvenes fotografiando el evento lunar.
Nosotros simplemente levantamos la cabeza y contemplamos. Como en el poema de
mi libro, yo me limité a dejar que me empaparan las constelaciones, con su
silencio unánime y lejano, alimentado por el silencio de esta parte de la
humanidad que contemplaba lo mismo que nosotros. La luna estaba ya muy alta y
había decrecido y había perdido también buena parte del color rojo con el que queríamos
reconocerla esa noche. Era un círculo cárdeno, casi transparente. Pero había
mucho cielo alrededor que mirar. Varios aviones se deslizaron parpadeando por distintos
rincones. De pronto un bólido se desplazó durante unos siete segundos de
izquierda a derecha muy cerca del lugar al que apuntaban nuestras miradas y
pudimos verlo y hasta tuvimos tiempo de pedir un deseo que no pedimos. Verónica
estaba en Albacete, cenando con sus compañeros de trabajo. Miguel se cansó, me
dejó en Chinchilla y me quedé intentando recoger al mismo tiempo en fotografía las fiestas del barrio de Santo Domingo y la luna sobre todas las luces. Una luna muy pequeña, que en la pantalla se veía ya como un punto o no se veía. La cámara del móvil no daba para tanto.
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