lunes, 10 de diciembre de 2018

Bartolomé Bermejo matando al demonio

San Miguel es un joven de belleza ambigua que, con el cuerpo en escorzo, se dispone a asestar un espadazo definitivo a un bicho que parece un gremlim, un monstruito de sonrisa extraña y de pechos protuberantes cuyos pezones se antojan, y de hecho son, sendos ojos. Dicen los exegetas que se trata del demonio. La armadura de san Miguel es dorada, impecable, y sobre ella luce una capa carmesí que se dobla en mil pliegues y que prende de su pecho con un broche de perlas. Es uno de los cuadros más hermosos de Bartolomé de Cárdenas, que se apodaba a sí mismo Bermejo, no se sabe por qué. Tampoco se saben con exactitud las fechas de su nacimiento y de su muerte. Parece que nació en tierras cordobesas hacia 1440 y su rastro se pierde en Barcelona en 1501. Bartolomé era judeoconverso en uno de los peores momentos y uno de los peores lugares en los que uno podía serlo, en la época en que los reyes católicos zanjaron la corriente de odio hacia los semitas expulsándolos de España en 1492. Probablemente por eso pasó su vida de ciudad en ciudad, Valencia, Daroca, Zaragoza y finalmente Barcelona. Vendía su arte. Bermejo dominaba como nadie por los alrededores la nueva técnica del óleo, había aprendido de los flamencos a crear, con sus pinceladas, ilusiones que parecían mágicas: la ilusión de la ropa, incluso de la transparente, la ilusión de los metales, de los más preciosos. Además, sus colores rojos y sus verdes eran tan atractivos que lo contrataban con la condición de que los usase. Para poder trabajar tenía que negociar con los gremios de cada ciudad y acceder a compartir pinceles y encargos con artesanos mucho menos dotados que él, que le estropeaban las pinturas en zonas tan visibles como las narices de los personajes o los nimbos de los santos. Aún así, se permitía rechazar encargos o dejarlos sin terminar, se sabía un genio. En 1501 se le perdió el rastro y también empezó a cubrirlo una sombra que casi lo borra del mapa. De hecho, no volvió a saberse de él hasta finales del siglo XIX, cuando unos cuantos coleccionistas y algunos imitadores de pinturas antiguas observaron que había una serie de obras que venían de la misma mano. En 1926 el historiador valenciano Nicolás Tormo le dedicó una monografía que volvió a ponerlo en el canon. Pero hasta este otoño de 2018, casi un siglo después, en esta extraordinaria exposición del Museo Del Prado, no han vuelto a estar juntos casi todos sus cuadros supervivientes. Para verla tuvimos que mezclarnos con la multitud que colmaba Madrid. El sábado 8, la capital de las Españas se quedó estrecha para tanto turista y tanto hincha argentino que venía a la final de la copa Libertadores. Fue un verdadero privilegio estar allí y estar cerca de los cuadros que había pintado hace seiscientos años un judío genial. Converso o no, qué demonios importa.

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Estos artículos se han publicado los domingos en la página 2 del diario La Tribuna de Albacete