Hasta que no he leído esta tarde en voz alta, en la exposición de Juanjo Jiménez, este poema de un esquimal anónimo, no he comprendido bien toda su carga terrible.
Lo bajé de internet y he tenido que retocarlo bastante, pero ahí queda, como un testimonio de los verdaderos límites, esos que no tocamos nunca desde nuestra comodidad occidental:
(ESQUIMALES DE THULE) HAMBRE
Tú, extranjero, que sueles vernos contentos y despreocupados,
si supieras lo mal que lo pasamos muchas veces,
entenderías por qué amamos la comida, el baile, el canto.
No hay uno solo entre nosotros
que no haya atravesado un invierno de mala cacería
en el que mucha gente pereció de hambre.
No nos sorprende nunca oír
que alguien ha muerto por no tener comida.
Ocurre con frecuencia.
Y no hemos de culparlos: uno enferma,
o el mal tiempo te impide ir a cazar,
o la tormenta cubre
con nieve los respiraderos.
Una vez vi colgarse a un viejo sabio
porque estaba muriéndose de hambre
y prefirió morir a su manera.
Pero antes de morir se llenó los carrillos con huesos de foca,
para así estar seguro
de que tendría carne suficiente
en el país de los muertos.
Otra vez, en la hambruna
más cruda del más cruel de los inviernos,
una mujer dio a luz a una criatura
mientras los otros a su alrededor yacían exánimes.
¿Qué podía esperar ese bebé del mundo?
¿Y cómo iba a vivir si hasta su propia madre
estaba resecándose?
De modo que lo ahogó, lo puso a congelar
y se lo comió luego para seguir viviendo.
Después alguien cazó una foca, pasó el hambre
y aquella madre así sobrevivió.
Aunque está desde entonces trastornada
por haberse comido un trozo de sí misma.
Eso puede ocurrir,
nos ocurrió a nosotros, y sabemos
cuáles son nuestros límites,
por eso no juzgamos.
¿Cómo podría alguien que esté saciado y sano
entender qué locuras obra el hambre?
¡Sólo sabemos que nos gusta tanto
vivir como a cualquiera!
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