Somos informávoros, queremos saber lo que pasa. Pero la
realidad es demasiado compleja e inabarcable. Necesitamos que alguien compruebe
los hechos, los seleccione y nos los dé un poco masticados, lo justo para digerirlos.
Ese es el hermoso e imprescindible trabajo de los periodistas, que las redes
sociales nunca podrán sustituir, como la pandemia de bulos ha puesto de relieve.
Sin embargo, campea un estilo de periodismo desnaturalizado. Lo primero que
enseñan en la facultad es a esforzarse por ser objetivos, a sabiendas de que es
imposible, que la mera selección de los hechos ya implica subjetividad. Otra
cosa es poner la subjetividad por delante, como el gánster que pone la pistola
sobre la mesa antes de empezar a negociar. Elegir bando y actuar como juez y
parte. Si toca entrevistar a alguien que no es del gusto, tratarlo con agresividad,
acorralarlo e imponerle que diga lo que no ha dicho ni quiere decir, con la
excusa de que hay que arrancarle un titular. O sencillamente dejarlo de nombrar
hasta borrarlo. Si es alguien de los nuestros, ayudarle a quedar bien. Rodearse
de un coro de tertulianos paniaguados que te rían las gracias y te den la razón,
aunque sea con argumentos rastreros. Este supuesto periodista, hoy preponderante,
no actúa como un periodista, sino como un agitador. No sirve hechos, ni siquiera
opiniones, sino emociones: hay que odiar a este, querer a ese y tener miedo de
aquel. No deja que la realidad le estropee su plan. De hecho, no deja que la
realidad ocurra si no es como él había previsto que ocurriese. Si un político
se sale del guion y firma la derogación de una ley contra la que se manifestó todo
el país hace siete años, hay que estigmatizarlo. ¿Por qué? A lo mejor nos da
una pista analizar la publicidad que sostiene a los medios. Empresas gigantes, multinacionales
que sobrevuelan las contingencias y se presentan con la mejor cara, pero que no
quieren que nada cambie. Al periodismo le pedimos que nos trate como adultos,
que nos sirva los hechos y deje que decidamos nosotros si nos cabreamos o nos
alegramos. Y si no, pues apaga y vámonos.
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