«El medio es el mensaje», dejó escrito el maestro Marshall
McLuhan. En una palabra, digas lo que digas, la manera de decirlo influye. Llevado
a nuestra actualidad doméstica, el ruido, para la oposición, es el mensaje. En
realidad no hay mensaje, porque, de haber alguno, el ruido impediría que lo oyéramos.
No hablo solo de las caceroladas y los pitidos de coches manifestantes. Hablo
de los exabruptos, los gritos y los insultos personales en las Cortes y en el
Senado. Hablo de ese rascar en busca de excusas para nuevos eslóganes que
permitan pedir la dimisión de quien sea. Con el principal inventor de noticias
falsas, Villarejo, en la cárcel, las historias que van saliendo son cortitas.
Aún así, se saca punta a unas frases inocentes, robadas de forma miserable a la
ministra Montero, retorciéndolas para que encajen en una teoría desquiciada. Y
se defiende al urdidor del informe, un alto cargo de la guardia civil, como si
fuera un superhéroe de película. Incluso, alguien del PP insinúa que su
obligación era desobedecer, como si desconociera que ese es el principio de un
golpe de Estado. Así, sin cabeza, armar ruido y que lo avente la jauría
mediática. No en vano esta estrategia le funcionó a Aznar con Felipe González y
le volvió a funcionar a Rajoy con Zapatero, por lo que no es extraño que sus
sucesores reincidan. El gran perjudicado de todo este alboroto es el pueblo
español. Sí, el representado por esa bandera que ondea por doquier y que parece
un arma más de la batalla. Porque la oposición tiene un papel ingrato pero
imprescindible en el juego democrático. Si gobernar es resolver problemas, el
gobierno necesita el contrapeso de una oposición que los vea desde otra
perspectiva y ayude arrimando el hombro cuando toca y disintiendo cuando no.
Pero a nuestra oposición hace tiempo que dejaron de interesarle los problemas
de España. Solo le interesa gritar, agitar el árbol y cabrear mucho a la gente a
ver si el poder les cae en las manos. Y a los que gobiernan solo les queda
ponerse las anteojeras y decir con el Quijote: «ladran, luego cabalgamos, Sancho».
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