El elogio más repetido sobre Paul Auster en su muerte es que retrató la ciudad de Nueva York.
No en vano le dedicó una trilogía de novelas, que están entre las más leídas y valoradas de su extensa obra. He oído incluso apostillar a algún comentarista, o a más de uno, que Auster aportó una visión renovadora de la ciudad de los rascacielos, tantas veces descrita que se antojaba imposible que se pudiera decir algo nuevo sobre ella. Porque, reconozcámoslo, lo que de verdad nos interesa a todos es Nueva York, más que el propio Auster. Supongo que será porque todos los ciudadanos occidentales de nuestro tiempo somos neoyorkinos, en la misma medida que todos los ciudadanos del imperio romano eran romanos, incluso los vecinos de la aldea gala de Astérix. Y nos gusta que nos hablen sobre lo que ya conocemos. Igual que nos gusta que nos vuelvan a contar el partido del Madrid contra el Bayern, aunque lo vimos sin perdernos ripio. Nos conforta que el horizonte de Manhattan, el puente de Brooklyn, la Quinta Avenida salgan en las novelas y en las series. Nos resultan más familiares que la calle donde vivimos, en la que apenas nos fijamos al entrar y al salir envueltos en la niebla de la rutina. En cambio, te sientas a ver cine y se te colma la retina mirándolo todo. Sin contar con lo vistosa que es Nueva York, el halo que tiene. El escultor Santi Flores me contaba que desde que expuso allí, solo con esa línea del currículo, se le abren muchas puertas. Y, por el contrario, al profesor Dionisio Cañas sus amigos le dieron el pésame cuando decidió volverse a su pueblo natal, después desarrollar una larga y fructífera vida profesional en Nueva York. “Pero, hombre”, le decían, “volverte a Tomelloso será como esfumarte, como enterrarte en vida”. Porque Nueva York, me advirtió Flores, te olvida en cuanto pasas una semana sin asomar por sus cócteles. Aunque al menos habrás existido esos cinco minutos. Nueva York nos condena a no existir a los que nunca la pisamos ni pisaremos. Para consolarnos, retratamos esta sucursal azoriniana y manchega de Nueva York que se llama Albacete.
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