lunes, 30 de octubre de 2017

En la Cueva del Niño de Ayna con la asociación de periodistas de Albacete


Escuchamos a Alejandro Moreno ante la entrada de la Cueva
La Cueva del Niño está en mitad de una ladera, entre la Peña de la Albarda y el pico del Halcón. Para llegar hasta ella hay que seguir un sendero estrecho y arriscado que Pepe López y Paco Botella han salvado calzando mocasines.
De hecho, Paco, tras sufrir tres caídas como Jesucristo en el Gólgota, se ha quedado sin coronar, a cincuenta metros, junto a un corral de piedra que usaban los lugareños para cobijarse y guardar el ganado, que en las aldeas de Ayna llaman sopalmos.
  Los 21 excursionistas restantes y el guía, Alejandro Moreno, hemos llegado hasta las rejas de entrada (hay dos) y luego nos hemos internado en esa catedral de piedra que es siempre una cueva de pinturas paleolíticas. Había que alumbrarse con linternas o con móviles o con frontales y pisar con cuidado para no levantar polvo, porque el suelo de la cueva guarda tanta arena como una plaza de toros. Había que tener cuidado porque a la izquierda de la entrada los furtivos cavaron una zanja de cuatro metros de profundidad que amenaza con tragarte si te descuidas.
  No es el único rastro de los furtivos, que intentaron llevarse el panel principal de la primera sala, una plancha de piedra, y solo desistieron cuando comprobaron que se desmigajaba. Lo intentaron dos veces. Menos mal que se conformaron con la decepción. Porque otros, o los mismos, desahogaron la frustración, de no poder acceder, disparándoles desde el exterior a las endebles figuras, unas pálidas líneas rojas apenas visibles con mucho entrenamiento.
  Alejandro nos las va descubriendo con la sombra chinesca de su dedo, haciendo que broten de lo indefinido unas cuantas cabras, ciervos, algún toro, un par de serpientes y un caballo que puede que lleve ahí la friolera de 47 mil años, si no aventura en exceso un investigador local que se llama como el guía, pero no es el guía. Estremece la decisión del que trazó aquellas líneas con óxido de hierro mezclado con tierra, resina y sangre. Los cinco dedos manchados que uno de aquellos compañeros de viaje apoyó en la piedra siguen tan nítidos que podría haberlos dejado hace cinco minutos. También aventura el investigador que los primeros homínidos que ocuparon la cueva pudieron ser neandertales, lo que no se sabrá hasta que no se profundice en futuras excavaciones, cuando haya dinero, si alguna vez lo hay.
  Más viejas aún serían las estalactitas de la segunda sala que muchos lugareños se entretuvieron en serrar para coronar con ellas sus televisores. La historia de una cueva tan antigua es también la historia de los sucesivos destrozos que ha ido padeciendo. Y el milagro de que llegase alguien con criterio a tiempo de salvarla. Conocerse se conoce desde hace mucho más tiempo. De hecho, los naturales de San Martín y de la Albarda, las aldeas cercanas, estaban convencidos de que las habían pintarrajeado los chiquillos (niñotes) en un divertimento más de sus alegres correrías de Tom Sawyers serranos.
  Como la mayoría de las cuevas paleolíticas, la Cueva del Niño es una superviviente de la ignorancia. Por eso, entre otras cosas, la Unesco la declaró patrimonio de la humanidad en 1998. 

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Estos artículos se han publicado los domingos en la página 2 del diario La Tribuna de Albacete