Ana Martínez Castillo escribe los poemas,
y las prosas (tanto da), con el instinto. Es decir, escribe con la infancia
viva.
Una infancia en la que resuenan los cuentos que le contaba su padre al
acostarla y los miedos y las ensoñaciones que experimentaba en esa duermevela
previa al sueño profundo. Es un don poder volver, tener tan a mano ese estado
fronterizo. De ahí le vienen esas asociaciones tan afortunadas, como «viento
encorvado», en las que está el fenómeno meteorológico, pero está también el
individuo que lo sufre, cualquiera de nosotros, adoptando una postura de
protección contra el propio viento y contra lo que representa.
Ana Martínez fue alumna mía en mi primer
año en el instituto Bachiller Sabuco. Estaba yo aterrizando en un centro tan
siniestro como los ambientes de algunas de las piezas de Ana, un centro donde
había castas muy marcadas, que paseaban sus ectoplasmas y sus cadenas por los
andenes flotantes y las escaleras de mármol. Las dos Anas, como yo las llamaba,
eran mis alumnas literarias. Con quince años ya se las veía despegar y elevarse
en la escritura.
Luego le presenté su primer libro de
poemas. Fue en El indiano. No
recuerdo el año, ni pienso consultarlo. El libro se llamaba No recuerdo el año,
ni pienso consultarlo. El libro se llamaba La
danza de la vieja. Sí, es este mismo que hoy le ha presentado Antonio Rodríguez
Jiménez en Librería Popular. Pero ahora es mejor. No solo porque los años enriquecen
los sueños infantiles. También porque la escritora ha sabido madurar restañando
y reponiendo y silenciando poemas.
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