domingo, 18 de febrero de 2018

Deslizándome sin freno por una pendiente helada


El viernes estuve deslizándome sin control por una pendiente helada durante más de un minuto. Un kilómetro y medio, aproximadamente.
Era la última bajada del día y de la semana. Íbamos Ana, Paqui, Lola y yo. Ana nos había propuesto utilizar esta pista porque la estación de Astún ha estado muy masificada durante la semana blanca y ella acababa de bajarla sin encontrar casi tráfico de esquiadores. Enseguida descubrimos el porqué de tanta holgura: La pista estaba muy pisada y muy rápida. 
De todos modos, sin tener que preocuparme de los choques, pude centrarme en asimilar los matices aprendidos estos días: el ritmo del paralelo, flexionar bien sobre el esquí de valle para dominar la situación, separar bien las manos para mejorar el control del equilibrio. Soy un esquiador medio y me sentía razonablemente seguro. 
Todo iba bien, hasta que me rocé con Paqui al cruzarnos en uno de los virajes. Ni siquiera sentí el contacto. Ocurrió tan deprisa que aún ahora no soy consciente de qué pasó. De estar de pie sobre los esquís pasé a estar deslizándome por la pista a gran velocidad, sin haber percibido ninguna transición. 
He cometido el error estos días de levantar los pies cuando me caigo. Lo hago para salvaguardar mis rodillas. Me convierto en un escarabajo panza arriba. Lo hago instintivamente. Y sin embargo, lo único que te puede parar en una pendiente helada son los esquís. El resto de la impedimenta funciona como si fuera jabón: la mochila, el impermeable, los pantalones, todo. 
Antes de poder recomponer la postura, vi que me echaba encima de un hombre parado sobre sus esquís en medio de la pista. Aunque el que estaba en movimiento era yo, lo vi venir a una velocidad vertiginosa. Tuve el tiempo justo de avisar, pero no consiguió moverse. Me lo llevé por delante con el lumbar izquierdo. Me asusté porque el golpe fue realmente fuerte, contra el esquí o contra la bota o contra ambas cosas. 
Pero no era el momento de preocuparse de eso ahora. Lo urgente era pararme. A pesar de la velocidad, conseguí colocarme de lado para interponer un esquí, tratando de usar el canto como freno. Había que hacerlo con sutileza y yo llevaba demasiada velocidad. Saltó. Intenté utilizar el esquí que me quedaba. También saltó. Usé los dedos, porque había perdido los bastones. Los usé como los gatos, tratando de clavarlos al suelo, de arañarlo, pero estaba demasiado duro; apenas conseguí reducir la velocidad, que volvió a incrementarse de inmediato. Lancé una patada contra la pista y el impacto me desvió un poco hacia el margen derecho, donde había nieve sin pisar. 
Así fue como, finalmente, venturosamente, conseguí aminorar la velocidad. Me dejé rodar hacia el margen de la pista para detenerme del todo. Cuando me vi quieto, hice algo que no había hecho durante el descenso: Respiré. 
Me quedé semienterrado en la nieve. Vi que cincuenta metros más abajo, la pista se desviaba hacia la derecha y que, si hubiera seguido recto, me esperaba un barranco. 
Lo primero que hice, una vez recuperado el control de mis actos, fue sacar una de las bolsas de plástico de la mochila, llenarla de nieve y aplicármela en el lumbar donde había recibido el impacto. 
Un snower que pasaba por allí se detuvo, dejó su tabla y subió a buscar uno de mis esquís, que se divisaba a lo lejos. Un chaval joven. Buen tipo. Tuvo que subir casi cien metros por la orilla, donde la nieve podía sujetarlo. 
Mis compañeras estaban absolutamente fuera de mi campo de visión. Lo que más me preocupaba en ese momento era haber lesionado a Paqui o al hombre al que acababa de derribar. Pasó un tiempo que me pareció una eternidad antes de que apareciese Ana con mi otro esquí. Luego fueron bajando los demás. Nadie estaba herido. Todos se habían deslizado sin control unos metros, pero nadie tantos como yo. Según Ana, yo había estado más de un minuto cayendo. Desde luego no puedo calcularlo, tenía otras cosas en qué pensar, pero tuve la sensación de que me había deslizado durante mucho tiempo, y que no obstante, a la vez, el tiempo estaba compactado. Como si mi vida entera se hubiera condensado en esos instantes vertiginosos. No había sentido miedo propiamente dicho. No era el momento de sentir miedo, sino de salvar el pellejo como fuera. 
Creo que el recuperar el control durante una caída de este tipo en el hielo de una pista roja debería de ser una de las cosas que te enseñasen los monitores. Tampoco lo he encontrado en los tutoriales de Youtube. Sin lugar a dudas, es la experiencia más intensa que he vivido en la nieve. Y la última de la campaña de este año. 
Un monitor, uno de los extraordinarios que he tenido, me enseñó que la frenada más importante es siempre la última, porque, si te sale bien, es la que te devuelve la sensación de seguridad. Me parece que voy a tener que esperar al año que viene para recuperarla.

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Estos artículos se han publicado los domingos en la página 2 del diario La Tribuna de Albacete