De pronto asistimos a una explosión de cabreo. Un
cabreo unánime. Y observo que quienes más se cabrean son precisamente las
mujeres.
Una compañera de instituto, una locutora de radio, una amiga en
Facebook… Todas realmente enfadadas con la diputada que, deliberadamente, ha puesto
en género femenino un sustantivo que según la Real Academia es solo masculino, portavozas.
No deja de fascinarme la arbitrariedad (aparente)
de las reacciones humanas. Hemos asistido a frases machistas de juzgado de
guardia y flagrantes comportamientos machistas de alcaldes, parlamentarios y
hasta ministros, y nunca había detectado esta respuesta de indignación tan
unánime, proveniente además de la parte de la sociedad a la que está
defendiendo (una vez más lo digo: deliberadamente) la expresión.
Parece que la peor de las corrupciones posibles es la corrupción del lenguaje. Y eso que no nos afecta en los bolsillos. No he detectado tanto cabreo unánime ni tanta exhibición mediática por cualquiera de los tejemanejes del poder, como el rescate a la banca y la mentira de que no nos costaría dinero a los contribuyentes, o el cambio del artículo 135 de la Constitución para que cobren los bancos antes de que se cubran las necesidades de los ciudadanos. Y no hablemos ya de la Gürtel y el sinnúmero de casos que siguen su lento pero inexorable proceso judicial que imputa al PP como partido, sin que dimita nadie, y menos el que mandaba mientras estaban obrando en el despacho contiguo al suyo con dinero invisible para Hacienda mientras él cobraba en sobres invisibles para Hacienda.
Todo eso parece que suscita una indignación de perfil bajo. También queda por debajo del radar la indignación porque haya partidos que mantienen en el gobierno al más corrupto de los partidos de la historia europea. Y que lo hagan de forma incondicional. Incondicional porque no ha cumplido ninguna de las condiciones que según cacarearon a los cuatro vientos esos partidos le exigían a Rajoy a cambio de regalarle su apoyo. Eso sí, mientras lo mantienen en el poder, mientras suscriben la aplicación del artículo 155, que ya veremos si es constitucional, lo critican. Así ganan votos. Porque la masa no se indigna por eso. Se deja hipnotizar por las palabras y pierde de vista los hechos. Y, por supuesto, cuando hablo de partidos cómplices de la corrupción, no hablo solo de Ciutadans. Ahí está el que pasará a la historia (esperen dos o tres lustros y lo verán) como el hombre que pudo gobernar dos veces y no ha querido.
De forma realmente fascinante (el género humano no deja de fascinarme) el lenguaje sí que merece una indignación masiva. «No es lo mismo, no es lo mismo», dicen las cabreadas. «Es que el lenguaje duele». ¿Ah, y lo otro no? Como si los anacolutos emitidos por Mariano Rajoy ante las cámaras, que han sido varios y gordos, no fueran lenguaje. Como si «el despido en diferido» de Cospedal y sus balbuceos incomprensibles no fueran lenguaje. Sin embargo fueron recibidos con sorna, quizá con menosprecio, pero nunca con tan despiadada indignación. Tampoco el desapego de la Arrimadas ante las justas reivindicaciones de la mujer ha dejado de tenerla en la más alta consideración política. Y eso que ella es mujer.
En cambio, suelta Irene Montero, con plena intención, lo de portavozas, y de pronto ese pecado merece un anatema. Hay que quemarla en la hoguera, según unas indignadas porque que es una incorrección lingüística flagrante: que de voz, no puede derivar voza (pero a nadie extraña que derive portavocía sin que exista vocía); según otras porque suena cacofónico, o porque es feminismo barato, o porque es pasarse ya de rosca con el feminismo. Nadie menciona que Montero es mujer ni que milita en un partido que solo sale en los medios cuando los medios consideran que se ha equivocado o que pueden vender lo que ha dicho como un error terrible. Como si la igualdad en salarios, los techos de cristal y otras minucias añadidas estuvieran superados y no necesitaran de la unión de todas las fuerzas, acertadas y equivocadas, gordas y flacas, grandes y pequeñas.
El idioma está vivo, afortunadamente. Su función es la de permitir que nos entendamos. Es una herramienta. Es cierto que hay que guardar un cierto respeto a las leyes idiomáticas para que la evolución sea ordenada y no se desmande. Pero ahora mismo hay palabras y expresiones muriendo y naciendo. Tanto derecho tienen a crear nuevas palabras los informáticos, como los periodistas (incluso los que opinan en vez de informar), como los escritores, como por supuesto los políticos. El procedimiento suele ser el tanteo: se lanza una palabra al aire y puede que arraigue o que pase desapercibida y se olvide. Lo que no se le puede negar a Irene Montero es que, arraigue o no, su expresión la hemos entendido todos y no ha dejado indiferente a nadie. Ya ha cumplido, desde su nacimiento, la función de comunicar.
Somos humanos y los sentimientos son nuestra brújula. De modo que cualquier novedad que nos interese lo suficiente nos desata un sentimiento. Los sentimientos son involuntarios. Pueden ser a favor o en contra. Otra cosa es cómo reaccionamos. La mayor parte de nuestros sentimientos pasan desapercibidos hasta para nosotros mismos. Para cabrearse y manifestar el propio cabreo en los medios y en las redes necesitamos un paso más. Ya no es un sentimiento, es una emoción. El cabreo en sí mismo no es una emoción vistosa. Solo lo exponemos cuando creemos que va a granjearnos una imagen positiva, que la gente nos va a mirar con simpatía porque nuestro cabreo está en la línea de lo que se espera de nosotros.
¿Por qué de pronto tantas mujeres sienten que van
a ser mejor consideradas si manifiestan su cabreo hacia la expresión de Irene
Montero? Es una pregunta interesante, me parece, después de lo reflexionado. Hasta
ahora, a las que se lo he escuchado o leído son mujeres inteligentes, algunas
de ellas buenas amigas. Me permito la licencia de sugerirles un ejercicio que a
mí a veces me ha granjeado sorpresas: Retroceder en las asociaciones mentales,
reconstruirlas, hasta ver dónde se generó el cabreo; no dónde se desbordó, sino
dónde nació; así he descubierto a veces que había alimentado emociones que no eran
mías, sino que me habían sido inoculadas con sutileza. ¿Por qué cirujano? Pues
por cualquier medio de comunicación. Al fin y al cabo ya no informan,
emocionan. Y ahora mismo no hablan de otra cosa, como si no hubiera más
corrupción que la del lenguaje.
1 comentario:
¿En serio ha dicho "portavoza"? Eso merece excomunión. Merece anatema.
Se lo tengo que decir a la madre superiora del convento, a ver qué piensa ella de ese femenino tan fanfarrón y antietimológico...
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