Cerrados los centros públicos para evitar aglomeraciones y ralentizar el contagio, la gente se agolpa ante la puerta de los supermercados, en los parques y en las terrazas bajo la bendición del sol, con una inconsciencia suicida. Hasta el último instante, unos hinchas se trasladaron en masa hasta Liverpool a ver un partido. El día de la mujer fue una fiesta multitudinaria. De pronto, han estallado las alarmas y parece que cualquier decisión anterior fue errónea. Sin embargo, los mismos que califican de funestos aquellos permisos de hace una semana, participaron y se fundieron con el gentío, y hasta algunos se infectaron, como cualquier hijo de vecino. Hay varias cosas terribles en este virus. Que se contagia con mucha facilidad, que corre como la pólvora, que reparte suerte de una manera un tanto azarosa, quizá relacionada con la carga viral que uno recibe cuando contrae la enfermedad. Pero lo más terrible es su sigilo. Que alguien que no presenta síntomas pueda contagiarte es estremecedor. Recelar de la persona más querida, de los niños, es terrorífico. Volvemos a experimentar sensaciones que sufrimos con los primeros filmes de la Hammer y su atmósfera de claroscuros, con novelas opresivas como el Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, o estudiando las miradas de los amigos en el juego del asesino sabiendo que un guiño nos eliminaría. Ahora va en serio. Y las medidas que tenemos que adoptar para ralentizar la expansión de la epidemia y no colapsar los centros sanitarios son también muy duras. El ser humano es ante todo social, y necesitamos la cercanía, la presencia, el contacto, el sol, tanto como la comida. Estar confinado en tu casa sin haber hecho nada para merecerlo nos hace rebelarnos contra una injusticia de la que no sabemos a quién culpar. De pronto oímos a García-Page afirmar cabreado que lo que queremos los profesores son quince días de vacaciones. Es el mismo tipo que en cinco años no ha restaurado ni el 3% de los servicios sanitarios que se cargó Cospedal, su antecesora. El que cede a cerrar los centros, ofendido porque se lo imponen de Madrid. El tipo al que votaron muchos castellano-manchegos con una inconsciencia suicida.
Estos artículos se han publicado los domingos en la página 2 del diario La Tribuna de Albacete
domingo, 15 de marzo de 2020
Cercados
Cerrados los centros públicos para evitar aglomeraciones y ralentizar el contagio, la gente se agolpa ante la puerta de los supermercados, en los parques y en las terrazas bajo la bendición del sol, con una inconsciencia suicida. Hasta el último instante, unos hinchas se trasladaron en masa hasta Liverpool a ver un partido. El día de la mujer fue una fiesta multitudinaria. De pronto, han estallado las alarmas y parece que cualquier decisión anterior fue errónea. Sin embargo, los mismos que califican de funestos aquellos permisos de hace una semana, participaron y se fundieron con el gentío, y hasta algunos se infectaron, como cualquier hijo de vecino. Hay varias cosas terribles en este virus. Que se contagia con mucha facilidad, que corre como la pólvora, que reparte suerte de una manera un tanto azarosa, quizá relacionada con la carga viral que uno recibe cuando contrae la enfermedad. Pero lo más terrible es su sigilo. Que alguien que no presenta síntomas pueda contagiarte es estremecedor. Recelar de la persona más querida, de los niños, es terrorífico. Volvemos a experimentar sensaciones que sufrimos con los primeros filmes de la Hammer y su atmósfera de claroscuros, con novelas opresivas como el Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, o estudiando las miradas de los amigos en el juego del asesino sabiendo que un guiño nos eliminaría. Ahora va en serio. Y las medidas que tenemos que adoptar para ralentizar la expansión de la epidemia y no colapsar los centros sanitarios son también muy duras. El ser humano es ante todo social, y necesitamos la cercanía, la presencia, el contacto, el sol, tanto como la comida. Estar confinado en tu casa sin haber hecho nada para merecerlo nos hace rebelarnos contra una injusticia de la que no sabemos a quién culpar. De pronto oímos a García-Page afirmar cabreado que lo que queremos los profesores son quince días de vacaciones. Es el mismo tipo que en cinco años no ha restaurado ni el 3% de los servicios sanitarios que se cargó Cospedal, su antecesora. El que cede a cerrar los centros, ofendido porque se lo imponen de Madrid. El tipo al que votaron muchos castellano-manchegos con una inconsciencia suicida.
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