He vuelto a ver la foto en blanco y negro en la que el papa Woytila
reprende a Ernesto Cardenal nada más tomar tierra en el aeropuerto de Managua.
Corría 1983, un 4 de marzo como el que acabamos de atravesar. Cardenal acudió a
recibirle en su rol de sacerdote, pero también como ministro de Cultura del
gobierno sandinista. El Papa había prohibido que los sacerdotes entraran en
política y más concretamente le había prohibido a Cardenal que militase en un
gobierno revolucionario. Me fijo en las expresiones de ambos: Woytila tiene que
inclinarse para descargar el dedo acusador sobre la cabeza del cura que lo
observa arrodillado. Le está negando la bendición. Luego lo condenará
desposeyéndole para siempre de la facultad de cantar misa. Sin embargo, Cardenal
no parece especialmente afligido. De hecho, aunque lo mira desde abajo, sonríe
con una expresión ambigua, que puede interpretarse como divertida. Con aquella
misma túnica y las mismas barbas blancas recaló en Albacete en junio de 2007.
Entonces llevaba calada su boina negra, completando así su uniforme habitual. Leía
los poemas enarbolando el dedo índice, el mismo con el que lo había reprendido
el Papa. Los admiradores se arremolinaban a su alrededor como si por su cercanía
pudieran impregnarse de algún tipo de santidad. «No me envanecerán», les dijo.
Y lo repitió con tanta energía que parecía una amenaza. Aquel hombre, que se
defendía de la vanidad como del demonio, murió el domingo pasado con 95 años. En
1919, el Papa actual, por carta, le devolvió la facultad de cantar misa, pero
él llevaba una década cantándole las cuarenta al presidente con el que había trabajado
de ministro, Daniel Ortega. Le acusaba de venderse a los ricos, de ser un
tirano. Cardenal era un anciano. Tenía miedo de que no le dejasen entrar o
salir de Nicaragua. Pero seguía usando la poesía como un arma de paz, algo que
aún funciona en América. Solo muerto se atrevió Ortega a lanzar sus turbas
contra él y a montar una algarada en su entierro, golpeando a periodistas y
escritores. El mejor homenaje que puede rendir un tirano.
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