La Universidad de Castilla-La Mancha le ha dedicado un congreso al poeta Antonio Martínez Sarrión.
Han venido sus editores, sus amigos, su viuda y su hijo. Hemos hablado de él y sobre él. A Sarrión le habría encantado si no se nos hubiera muerto de un infarto en septiembre de 2021. Murió con la sensación de que en su tierra lo habíamos agasajado poco. Recuerdo una lectura que había ofrecido diez años atrás en la Casa de la Cultura Saramago, a la que acudimos un puñado de incondicionales. Dijo que estaba muy bien dedicar un centro en Albacete a un gran escritor y premio Nobel como Saramago, pero que quizá se había perdido la ocasión de dedicárselo a un poeta local como Ramón Bello Bañón, que estaba en la mesa con él presentándolo. Una manera inteligente de protestar porque a él mismo no se le dedicara nada. Y eso que nos ha legado el que probablemente sea el mejor libro de memorias sobre el sabor de la Albacete perdida, Infancia y corrupciones. Quien no lo haya leído que lo lea ya, para ser del todo albaceteño. Sarrión había entrado en la leyenda de la literatura española cuando pasó a formar parte de la antología Nueve novísimos poetas de Castellet (1970), en la que todos eran catalanes o madrileños, menos uno de Albacete, que era él. Algo inaudito. Cuando le escuchó sus primeros poemas, Gil de Biedma le preguntó: «¿Pero cómo se puede ser tan decadente siendo de Albacete»? Sarrión vivía en Madrid, lo que nos lo hacía figurar lejano, hasta que nos recibía con su vozarrón y su retranca que nunca perdieron la raíz en la calle Zapateros. Estas jornadas me han servido para comprender que él fue el maestro que nos inspiró cuando empezábamos a escribir los poetas de Albacete ahora sesentones, que nuestros primeros poemas querían parecerse a «El cine de los sábados» y que luego seguimos imitándolo, sin darnos cuenta, porque en aquellos tiempos, para nosotros, triunfar en poesía era escribir como Sarrión. Si hay algo parecido a una escuela poética de Albacete, empieza en él. Aunque acudiéramos pocos a oírlo cada vez que venía a recitar sus versos. «Nadie es mofeta en su tierra», se consolaba. Ahora Valentín Carcelén ha tirado del carro para organizarle un gran congreso y nos hemos dado cuenta, tarde, como siempre ocurre, de lo mucho que perdimos al perderlo.
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