Hay novelas de Chandler y Hammett en las que el calor espesa la trama creando una atmósfera irrespirable.
Bajo un ventilador, en una penumbra de persianas caídas, los personajes ironizan, se aman, se asestan puñetazos, aparecen muertos. A veces, envueltos en olor de almendras amargas. Ni los buenos son buenos del todo, ni los malos son mucho más que delincuentes de medio pelo. Quizá por eso seguimos sus pasos con tanta curiosidad. Sus cigarros ahora serían tan anacrónicos como los antros donde les servían güisqui en vasos empañados. Los tiempos de Hammett y Chandler quedaron muy atrás, más lejos de lo que parece, en el tiempo y en la distancia. Los nuevos malos de medio pelo traman sus golpes a bordo de utilitarios equipados con aire acondicionado. Dos de ellos levantan de las cenizas a un político caído, le inflan el ego, le ayudan a convertirse en un triunfador, mientras planean cómo hacerse ricos a su costa. El argumento parece demasiado retorcido hasta para una novela negra. Y sin embargo lo llevan adelante a trancas y barrancas durante una década en la que consiguen engañar a todos. Hasta que, en un junio recalentado por el cambio climático, sus fechorías salen a la luz. En vez de un novelista, lo revelan ellos mismos en conversaciones entrecortadas, mezclando sus susurros con el aire acondicionado. De vez en cuando, hablan de tías, y es entonces cuando mejor bordan sus papeles. La sordidez de su plan estalla sobre todas las cabezas como una piñata de confetis mezclados con almendras amargas. El líder rival, que pasaba los veranos balanceándose en la barca de un mafioso gallego, vocifera, frotándose las manos. El partido que dirige acumula tres condenas del Supremo que lo describen como una banda de malhechores, pero nadie, ni él mismo, parece recordarlo. Y el calor de junio sigue apretando, un calor extraño, de tardes de tormenta, de rayos secos que queman cientos de hectáreas en la sierra del Consorcio. Llegamos a esa época en que Sirio, la estrella más brillante de nuestro firmamento, se instala en la constelación del Can, y por eso lo llamamos canícula.
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