Dice la segunda ley de la termodinámica que el desorden siempre tiende a aumentar.
Uno lo constata cuando saca a pasear al perro temprano después de una verbena. A esas horas el pueblo no se diferencia mucho del taller de un expresionista. De hecho, es el taller de un grupo de expresionistas. Lo que urdieron durante la noche fue una obra de arte involuntaria ni mejor ni peor que algunas instalaciones que he visitado en el Guggenheim de Bilbao o en el Reina Sofía. La única diferencia es que aquí vengo con el perro y tengo que ir atento para que no se lacere las pezuñas con los cristales de una botella o lametee con golosinería un charco de materia oscura. Estudié con atención anoche a estos artistas a la vez que intentaba conciliar el sueño retorciéndome en mi jergón. Siempre se aprende de las derrotas: fue estimulante estudiar su metodología, esa sabia mezcla de alcohol y decibelios. Una creatividad que merece el apoyo incondicional que reciben del ayuntamiento porque son jóvenes, tienen que divertirse y, total, son cuatro días. Qué gran idea además que un pinchadiscos (DJ lo llaman pomposamente) los releve para mantener los decibelios vivos hasta el amanecer, e incluso los avive con su vozarrón. Esa intensidad lo cristaliza todo. De hecho, una de las cosas que más me ha sorprendido esta mañana es la cantidad de desperdicios de diseño que pespuntean el ambiente aquí y allá: recipientes de formas ergonómicas, casi sensuales, con coloridos que atraen a los gorriones y algún mirlo despistado, esparcidos, chafados, incluso llenos. Aprenden rápido los zagales de ver a los ciclistas que, en el Tour, ante las cámaras que los siguen, dan un solo trago al botellín y lo arrojan lejos como si quemara. Me imagino a los químicos y los diseñadores cavilando durante años hasta dar con la combinación de esos recipientes, con su hechura final, para que terminen rodando a los pies de cualquier observador que venga a contemplar el atardecer desde el mirador del castillo. Cuando finalmente llego a casa, evito encender la radio para que la entropía no termine tragándome. Todavía.
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