domingo, 17 de agosto de 2025

Videojuego estelar

 

Según mi amigo Juan Parras, la calidad de vida se mide por el número de estrellas que uno pueda distinguir desde su casa, en combinación con lo lejos que le quede un árbol.

Aun así, los parámetros del bienestar se alteran en verano a poco que uno cambie de hábitos, sobre todo si tiene la suerte de escapar a donde sea, lo más lejos posible. El verde está muy cerca. El verde que se salva de la quema, del fuego abrasador, del sinsentido. Cucando los ojos, incluso el mar parece un bosque recostado. No en vano, sus algas absorben CO2 con avaricia. Encima, a mediados de agosto, las estrellas se activan en el cielo y echan carreras para que juguemos a pillarlas, en lo que fue el primer videojuego, al que jugarían, supongo, neandertales, denisovanos y demás homininos. También los antropófagos de Atapuerca, mientras cenaban los restos del manjar que tocase. Mirar al cielo del verano nos iguala con ellos, nos devuelve el silencio estremecido, la espera relajada, y el suspiro que anticipa el asombro. Porque asombra columbrar, aunque sea de refilón, con el rabillo del ojo, uno de esos bólidos que surcan la negrura. A veces tienen el tamaño de un grano de arroz. Quién lo diría. Pisando la arena con los pies descalzos, con el cuerpo humeante por los rayos absorbidos durante la jornada, volvemos a reconciliarnos con el ser humano que somos. Da igual que nos quememos las plantas de los pies, o que tengamos que perseguir el horizonte sorteando un bosque de sombrillas, un tapiz de toallas, las notas irritantes de algún energúmeno sin gusto musical. Da igual: cae la noche, se encienden las estrellas que se sobreponen a la contaminación lumínica y, hasta que las cervicales nos reclamen un respiro, nos olvidamos de la horizontalidad. Cuidado entonces con los vidrios traicioneros y los fosos de los castillos de arena. Cuidado con las conchas que antes recolectábamos con fruición infantil, y que ahora sabemos que nunca debimos tocar, que cumplen su función imprescindible dentro de la armonía de un paisaje que amamos. Que amamos más aún porque sabemos que se acaba.

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Estos artículos se han publicado los domingos en la página 2 del diario La Tribuna de Albacete