Últimamente nos enteramos de la muerte de conocidos a través de Facebook.
Abres la red y te sacude la noticia. La muerte siempre sacude, pero parece que en las redes es más eléctrica. Jaime Royo y Ricardo Fernández Moyano asoman tan cercanos en sus fotos que uno siente el impulso de mandarles un mensaje pidiéndoles que aguarden un último contacto antes de irse. Pero ya se han ido. Jaime con su cigarro inacabable, que mantenía siempre entre los dedos índice y corazón. Era un luchador infatigable de causas perdidas. Me lo encontraba y me instaba, por ejemplo, a combatir la invasión de los ailantos, esos árboles de origen oriental, que son bonitos, pero canallas: crecen a una velocidad vertiginosa y se enseñorean del paisaje ajeno. Aunque la gran guerra de fondo de Jaime era la ruta de Hércules, que reivindicaba, convencido de que era una oportunidad para hermanar a los municipios por donde discurre, darles una excusa para coordinarse y tal vez un impulso económico. Hace tiempo que lo veía menos, pero cuando lo veía, me contaba reuniones fallidas, negativas de ayuntamientos e instituciones, y sobre todo silencios administrativos. Jaime Royo enfrentaba sus proyectos a la estepa manchega y los vientos los llevaban y traían sin posarlos jamás. Era un predicador de los desiertos. En cuanto a Ricardo Fernández Moyano fue un poeta de Minaya que se afincó en Zaragoza en 1992. Nunca rompió el contacto con nuestra tierra, ni con nuestros poetas, porque para él la poesía era el hilo conductor de la vida. No he visto a ningún otro poeta tan entregado a su obra. Aunque sea contraintuitivo, los poetas, cuando nos juntamos, hablamos de todo menos de poesía. No era el caso de Ricardo. En las conversaciones que mantuve con él no se hablaba de otra cosa. Sobre todo, de su poesía, todo hay que decirlo. En una foto de Rubén Serrallé, posa feliz junto a su libro Eclipse, algo desfigurado por la medicación contra el cáncer que llevaba combatiendo durante muchos años y muchos versos. Jaime y Ricardo eran dos apasionados de causas infrecuentes. Nos dejan un poco más huérfanos de utopía.
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