La Feria de Albacete
es una estación meteorológica específica, que no sucede en ningún otro lugar de
la Tierra. Empieza el 7 de septiembre con una ligera llovizna, casi
obligatoria.
 Desde el día 1, aunque siga haciendo calor, el verano se difumina
y se instala en la ciudad un nerviosismo eléctrico, un amontonamiento de
partículas. Uno las respira y, con ellas, se infecta de inminencia, de
expectación, de preparativos. Aunque haga décadas que no asisto a la Cabalgata,
siempre, en esa tarde, oigo los caballos y los tractores, la tierra trepida
bajo mis pies, y tomo conciencia de que la ciudad ha quedado dividida en dos
mitades por la cicatriz del itinerario, que resultará infranqueable hasta horas
después de que el alcalde haya abierto la Puerta de Hierros. Los años que cubrí
el acontecimiento como periodista, aquella llave no abría nada. El alcalde
fingía introducirla y la giraba para salir en las fotos, y se emocionaba mucho
por ese gesto teatral sin duda más apropiado para un rito que el vulgar de
abrir una simple puerta. Desconozco si este asunto se solucionó, porque hace
muchos años que asisto a la apertura simplemente evocándola a salvo desde la
lejanía. A partir de ese momento, el Recinto, que ya estaba lleno de feriantes
y de impacientes, se abarrota de verdad, con una multitud ansiosa por ser la
primera en pisar el rabo de la sartén y descubrir antes que nadie qué cosas han
cambiado desde la Feria anterior. Cómo olvidar la sensación de viajar en
volandas, encofrado en la muchedumbre, sin poder cambiar de dirección, sin
tocar el suelo. Vuelvo a desorientarme en medio del paseo, que es una línea
recta, pero que se transforma en un laberinto erigido con decibelios, juegos
lumínicos y olores especiados y azucarados. La Feria es la estación en la que
encuentras a esos amigos que llevabas todo el año sin ver, aunque ni ellos ni
tú habéis salido de Albacete. Luego, el día 18, lo que llega no es el otoño, sino directamente el invierno. Aunque no haga frío, sobreviene un decaimiento de la luz, un apagarse
todo y volver al blanco y negro, al sepia de las viejas fotografías.
 
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